Aquí estoy ya con mi pan que da miedo. Si, si, miedo; todo un fantasma sonriente que puede llegar a asustar a un niño... y también a mayores.
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Empiezo utilizando un apaño de harinas, ya que por el sur es difícil encontrar una harina gallega (voy a tener que ir a Galicia a la óptica yo también). Para ello mezclo 150 g de un resto de harina canadiense, 50 g de harina recia y 400 g de harina de fuerza (empezamos mal). Con la fórmula que propone Miolo y utilizando 500 g de agua, empiezo mezclando con varillas normales, conforme voy añadiendo harina tengo que cambiar a varillas rígidas para después pasar a la rasqueta. Cuando ya es imposible, meto la mano en la masa y madre mía, cuando no puedo con la mano... qué hago? pues que se amase ella sola, se acabó.
Después de varios pliegues y al tiempo de formar, llega la hora de la moña, aquí sin comentarios. Y al tiempo de sacar mi pan del horno, que más que una moña parecía un quiste, había guardado la pala y cogí una espátula de madera muy apañá. Pero claro, pan grande y pala pequeña implica balanceo izquierda-derecha hasta que intento cogerlo y me achicharro la mano para después tirarlo al suelo. Este es el momento en el que a mi fantasmico le salen los ojos, porque de la boca sonriente ya me había encargado yo antes.
La corteza está muy crujiente y la miga conserva bastante humedad a pesar de haber estado en el horno 75 minutos y registrar una temperatura interna de 99º. No sé por qué el centro del pan no presenta tantos alveolos y la miga es más prieta que la parte más externa.
Me quedan muchos panes gallegos que hacer hasta conseguir algo decente, y sin duda, al próximo le compraré una moña zapatera porque yo no sé si volveré a intentarlo.